Por eso las estaciones,
saben a muerte y los puertos
por eso cuando partimos
se deshojan los pañuelos.
Cadáveres vivos somos,
en el horizonte, lejos.
Miguel Hernández
Hace poco me contaron la historia de un hombre que tenía un problema muy serio: un marinero de mi tierra que nació con un problema fisiológico que hacía que sus ojos no lubricasen bien, por lo que le costaba dormir e incluso pestañear.
Mientras era un niño esto preocupó mucho a sus padres, que vieron como su hijo no pegaba ojo ni echándole unas gotitas de agua: agua del mar, agua del río e incluso acabaron probando con agua bendita. Esta última le creaba unas ronchas en las cuencas de los ojos pero de lubricarlos, ni hablar. No había manera, sus ojos se secaban como papel absorvente.
Unos años después, Manoliño se había acostumbrado a dormir tres o cuatro horas por noche antes de salir a pescar con su gamela. Hubo un tiempo en el que cortar cebollas antes de acostarse le ayudaba, pero su cuerpo acabó inmunizándose y, más pronto que tarde, estaba como al principio.
Según me dijeron, Manoliño siempre contaba que la noche que mejor durmió fue después de trillarse el pulgar con la puerta del baño; cuando sus lágrimas, junto al cansancio, hicieron olvidar el dolor del golpe.
Pero parece ser que el antídoto total llegó con el paso de los años, cuando tuvo que tomar la decisión más difícil de su vida: emigrar. Una vez en Caracas, cada noche salía a la terraza de la pensión y mientras fumaba un cigarrillo miraba a las estrellas que un rato más tarde pasarían sobre su tierra. Y cuentan que antes de dormir, Manoliño veía como el sol se ponía detrás de las islas Cíes, mientras escuchaba las olas batir con las rocas bajo sus pies. Y era entonces cuando la morriña le sacaba un par de lágrimas a Manoliño, con las que se metía en cama para dormir tranquilo. Tranquilo como el mar de la ría.
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