MANUEL JABOIS (El Mundo), 24/11/2013.
En 1988 tres eximios españoles recibieron una carta: la Reina,
el presidente González
y el alcalde madrileño Juan
Barranco.
En ella se pedía cortésmente 1.000
pesetas para pagarle una maqueta a un grupo de música.
A cambio se le entregaba un boleto que hacía de resguardo: "Disco
de Extremoduro. Vale por un ejemplar. Recibí".
A la lista se le añadió a última hora el ministro de Defensa,
Narcís
Serra,
pues en aquellos días se supo que había pagado un piano para el
ministerio con dinero público. Sólo contestó la Reina.
"La
Casa Real", decía la nota sellada por Zarzuela, "no es un
hospicio para músicos".
El que estaba detrás de la nota era un tío que en aquel trabajo
firmaba cuatro himnos de siete: Decidí,
La hoguera, Extremaydura y
Jesucristo
García.
Con las dos últimas la banda debutó en TVE, pero el segundo tema
fue censurado: Salo, el bajista ataviado con tricornio, terminaba
disparándole en la nuca al cantante, que con melena y barbas iba
vestido de túnica blanca y collar de perro haciendo las veces de
corona de espinas. "La Guardia Civil asesinando a Jesucristo,
ahí es nada", escribe Javier
Menéndez-Flores,
que ha publicado este año De
Profundis, la historia autorizada (Grijalbo),
autopsia de Extremoduro, una banda ni viva ni muerta, insólita en su
permanente resurrección y pendiente de la fragilidad poética del
genio de la lámpara: Robe
Iniesta.
Los
españoles ilustres se quedaron sin la primera copia de rock
transgresivo,
la etiqueta que se hizo colgar Extremoduro desde el inicio acaso como
pararrayos de carteles en los que mover la lírica quebrada, rasposa
y guitarrera de Robe. Peor para ellos, que no pudieron asistir a uno
de esos pequeños milagros que de vez en cuando se dan en la música
española: la irrupción de algo nuevo y verdadero, hasta sucio y
bellamente extraño, autentificado desde el inicio como si la
denominación de origen, más que un gigantesco Big-Bang entre Leño,
Barón Rojo, Manolo Chinato, Lole y Manuel, Platero y tú y
Antonio Machado,
fuese un ejercicio natural de su creador, un movimiento de ópera
dirigido a arruinar imperios, empezando por el suyo. Todo muy detrás
de la Movida, de la que nada eran, dando pasos de formación tras la
explosión de talento y los pelos verdes; fue a hurtadillas, desde
una Plasencia tan mutilada sentimentalmente ("un sitio para
gente mayor, un lugar desfasado, de pensamiento retrógrado")
que dice mucho el que se le reciba como a un dios pródigo bajo
sospecha del poder y amantísima estrella de sus vecinos.
El
libro de Menéndez-Flores
es ideal para vísperas de Robe
como las actuales, acuciadas por la piratería, y desmonta el
cancionario del grupo detectando aquí y allá influencias, vástagos
y padres. Pero hay un aspecto, el de la canción que empieza "Soñar
despierto con la luz de su sonrisa / soñé en hablarle de su pelo y
ser la brisa", que me parece fundamental. El tema se titula,
como no podía ser de otra forma, Hoy
te la meto hasta las orejas.
Y en ese supuesto contraste, que no es más que una deliciosa
continuación rítmica, casi la vida abriéndose paso entre las
flores, se adivina el mecano de Extremoduro: la verdad. Dice Robe
que las canciones tienen que llegar a él, que tiene que vivirlas
antes; que se muera su perro, que pase algo. A Extremoduro te lo
crees porque intuyes que todo eso no es más que la continuación
radiada de su biografía, la subversión casi apocalíptica de
cantarlo todo sin atender a protagonistas quisquillosos y pudores
tremendistas de los que asaltan a los escritores en su vejez, que de
buena gana dejarían sus memorias a modo de testimonio postmorten
como
ese programa de televisión en el que resucitan un rato sin lugar a
réplica.
La
verdad pienso yo que no debe estudiarse ni interpretarse, sólo
asumirse. La verdad no necesita de la mentira para serlo, pero una
mentira siempre exige una verdad detrás: la diferencia básica entre
ambas es la dependencia de la mentira de la verdad, y la
independencia de la verdad de la mentira. Llevo dándole vueltas a
esto desde el discurso de Vargas
Llosa
el
miércoles en EL MUNDO y su referencia a la "verdad sospechosa",
título de un artículo que había leído hace poco en El País sobre
Sendero Luminoso y Perú. Pero en EL MUNDO -sin papeles, a pelo y con
la hermosa cabeza intacta, en furiosa demostración de Nobel- Vargas
lo llevó a otro terreno, el periodístico: "La verdad y la
mentira tienen unas fronteras escurridizas y confusas, eso nos lleva
muchas veces a pensar en verdades sospechosas y en mentiras
sospechosas, es decir, en verdades que podrían ser mentiras y en
mentiras que podrían ser verdades". Esa difuminación
voluntaria a veces, para desesperación de los lectores, la pensaba
horas después en casa escuchando a Extremoduro, y con la
misma asociación legítima que la banda hace del romanticismo y el
sexo anal o
el lánguido paso del tiempo viendo crecer los pelos de los huevos en
lugar de la verdísima hierba, llevé el trasiego filosófico a las
letras de las canciones, a los mensajes a veces periféricos y otros
viscerales que Robe,
a grito y en susurro, lleva haciéndome media vida con la misma
voluntad malvada con la que Bono
se acerca a Patrick
Bateman
a decirle desde el escenario en medio de un concierto: "Soy el
diablo y soy exactamente igual que tú".
El
libro, material inflamable para mitómanos, expone la teoría sin
profundizar en ella. Pero todo lo que canta Extremoduro
es
producto de una creencia arraigada no sólo en lo que pasó sino en
lo que va a pasar. Para eso hay que tener una voz propia poderosa
como la que tenía Umbral,
al que le preguntaba Antonio
Lucas
cómo
hacía para vivir al mismo tiempo que tecleaba: "Había un
momento de la noche, antes de que empezasen a pasar cosas, que yo ya
estaba en casa escribiéndolas". Ni siquiera hacía falta que
ocurriesen o que a Robe
Iniesta
se le muriese un perro: era ya como si hubiese sucedido. Si no es la
biografía de Extremoduro es la de otro, pero el dardo siempre cae en
la diana. Dostoievski
es verdad, Balzac
es verdad. Federico
García Lorca
es verdad. Valle
(el Valle
de Femeninas y Sonatas, el Valle
de las Comedias Bárbaras) es mentira ya desde la primera línea,
pero una primera línea tan bella que da igual no creérsela, porque
uno se va entregando al veneno de la forma hasta considerar ésta
como una manera lógica de verdad; Valle decía que las mentiras eran
las otras verdades, por eso puso a Bradomín a excitarse con una
mujer vistiéndose.
Extremoduro
es
verdad porque lo que cuenta soporta y desborda unfact
cheking (nunca
hay suficientes camellos ni suficiente poesía en la calle, donde
hacen acopio los listos) y Alejandro
Sanz es
mentira porque
no puede ser que en esta vida te estén partiendo el corazón
doscientas canciones y tengas seiscientos amores eternos, casi uno
cada semana, sin querer romperle la cabeza a alguien, entregarle tu
corazón a un buitre de Monfragüe o salir a meterte mil rayas,
hablar con la gente y joder qué guarrada sin ti. No puede ser, no es
creíble. Como tampoco, francamente, gritar "vuelo hasta una
mancha en la pared / me vuelvo ajeno a todo / y me sobran hasta mis
propios pies" sin lamentar unas estrofas más allá "la
vida desperdiciada, tanta lefa para nada". O recitar unos versos
cursis sin que se te escape en algún momento "yo me pongo
palote sólo con que me toque"; y en fin, ser de un lugar y no
cagarse en él (¡tantos con el "amo a mi país" en la
boca!); sin que revientes y digas, como Robe,
"cago
en Dios, en Cáceres y en Badajoz" en
el Extremaydura
que
Lorenzo
Silva
propone,
como cualquier hombre de bien, de himno de la tierra, incluso de
manera institucional para que suene en las cumbres políticas
cacereñas con el alcalde en posición de firme.
Luego
está la leyenda magnética de Robe,
sus felicidades privadas y aquel deambular suyo abriéndose paso
hasta llenar salas sin que la prensa -"verdad sospechosa"-
les hiciese caso, de ahí su carrera huidiza alejado de entrevistas,
ermitaño de titulares, permitiendo que sea el pasado que hable por
él. Lino
Portela
en la Rolling
Stone lo
captura en una entrevista con Mariskal
Romero.
-¿Qué
tal te tratan los extremeños?
-Son
unos gilipollas.
-Habéis
tocado en Galicia...
-Otros
gilipollas.
Y
así varias veces hasta que Mariskal le tiró el micrófono:
-Robe,
tú sí que eres un gilipollas.
Menéndez-Flores
recuerda los séculos
escuros,
cuando no se sabía si se podría dar el concierto hasta el último
momento; con Robe
olvidándose las letras de las canciones o terminando desnudo,
entregado como en la portada, más recatada, de Yo,
minoría absoluta.
Los
noventa fueron en cierta manera el after
de
los ochenta,
el lugar en el que se fueron depositando los que no querían terminar
aún y los que iban llegando jóvenes y extraviados. Robe
aprovechó la década para explotar con Agila,
que lo hizo famoso y desconfiado, pero nunca en doma. Al éxito
comercial le sucedió el potentísimo Canciones
Prohibidas,
que en el título llevaba el pecado y nada de pose; seguían siendo
el fascinante hombre del saco para esos productores que temían que
sus conciertos terminasen con la
policía deteniendo a Robe
como a Jim
Morrison.
La primera visita del capo de Dro, sin embargo, se saldó con
sorpresa; el mítico público de Extremoduro ya la estaba liando en
la puerta y, cuando suponía que al entrar empezarían a tirar sillas
al escenario, se ordenaban de golpe ("ambiente superfino")
y seguían religiosamente a Robe medio desnudo y en faldas,
transmutado en deidad.
Viene
esto a cuento porque Extremoduro saca disco (Para
todos los públicos),
que fue pirateado por un mozo de almacén al que hay que reprochar
más que el pirateo el hecho de no ser fan y hacerlo por dinero. El
acto de piratear, con ser delito, es al fondo de todo un acto de
amor:
una manera de decirle al artista que lo amas hasta delinquir por él
y empobrecerlo para compartir el secreto de su disco tan rápido como
Dominguín
escapando de Ava.
¡Qué envidia las calles de Bogotá llenas de manteros con copias de
Memorias
de mis putas tristes mientras
en España traficábamos con Operación Triunfo!Esa
pasión absoluta se parece a la de Chapman
con Lennon,
al que quería tanto que lo mató; así los piratas con sus ídolos.
Mientras, Extremoduro, aparcados en el norte, repican aquello
magnífico de Robe
a Lorenzo
Silva
cuando de repente, tras abrirse paso con un camino tan personal que
se diría imposible haber durado dos meses, les llegó el éxito con
la misma prisa que el muchacho del butano: "Ahora quieren saber
de qué color meo o con qué mano me la meneo, y antes pasaban de mí,
pero soy el mismo. ¿Qué es lo que me ha pasado a mí con el éxito?
Más bien que es lo que les ha pasado a ellos, que son los que han
cambiado".
Durante
tres meses de mi vida sólo escuché La
ley innata,
disco cumbre de la carrera que se inauguró en Madrid en 1990 justo
debajo de donde escribo (si rompo el suelo y estiro la mano aún
podría levantar al último melenas que queda por salir de Jácara
cuando Robe cantó "tú en tu casa / nosotros en la hoguera");
no me refiero a escuchar música, sino en general: ni al médico con
sus diagnósticos, que siempre son verdades sospechosas. Sólo hacía
caso a Robe
y hasta me zambullía con él, a través de esa letra que denuncia el
bloqueo mental ("como quieres que escriba una canción / si a tu
lado no hay reivindicación"), en las antiguas zapói,
relatadas por Carrere
a propósito de su Limónov: curdas exageradas en el tiempo en las
que subir a trenes que no se sabe a dónde van, confiar los secretos
más íntimos a desconocidos casuales y olvidar, siempre, todo lo
dicho y hecho a los tres días, que es el plazo administrativo que da
el Estado para resucitar. Menuda
vida se perdió la Reina por no gastar 40 duros.