
No
es mi intención menospreciar o desfigurar el legado de Nelson
Mandela, pero considero que ningún político puede sustraerse a un
juicio histórico objetivo. Los mitos suelen ocultar la realidad e
inducir a la confusión. Madiba pasó 27 años en prisión. Su número
de prisionero 466/64 se convirtió en un símbolo de la opresión
blanca sobre la población negra de Sudáfrica. Sus casi dos décadas
en el durísimo penal de Robben Island acreditan su coraje y la
sinceridad de sus convicciones. Su único mandato como presidente
está libre de cualquier sombra de corrupción. Sus gestos a favor de
la paz y la reconciliación tal vez evitaron que el país se
desangrara en una espantosa guerra civil. Sin embargo, el historiador
Niall Ferguson, famoso por sus tesis revisionistas a favor del
colonialismo y el imperialismo, afirma que Mandela puso fin al
apartheid de forma incruenta, pero no a las profundas desigualdades
sociales. Salvo una nueva clase media negra, mayoritariamente
vinculada al Congreso Nacional Africano, la clase trabajadora no ha
mejorado sus condiciones de vida. Ferguson opina que “el lenguaje
de paz y reconciliación es seductor, pero debe ser combinado con
políticas significativas”.
LA
LUCHA ARMADA CONTRA EL APARTHEID
Se
tiende a mencionar en voz baja que Amnistía Internacional nunca
reconoció a Mandela como preso de conciencia y que Estados Unidos no
le borró de su lista de terroristas hasta 2008. Margaret Thatcher
nunca ocultó su desprecio por el Congreso Nacional Africano, “una
típica organización terrorista”. Amnistía Internacional
justificó su postura, destacando el papel de Madiba en la lucha
armada: “Nelson Mandela participó en la planificación de actos de
sabotaje y de incitación a la violencia, de modo que no cumple con
los criterios para calificarle como un prisionero político. No es el
delito de su opinión lo que le llevó a la cárcel, sino, como el
auto en su contra, la preparación, manufactura y uso de explosivos,
lo que incluye 210.000 granadas de mano, 48.000 minas antipersonales,
1.500 temporizadores, 144 toneladas de nitrato de amonio, 21,6
toneladas de pólvora de aluminio, y una tonelada de pólvora negra.
193 actos de terrorismo cometidos por su organización entre 1961 y
1963”. No se puede decir que Amnistía Internacional mintiera, pues
después de la matanza de Sharpeville el 21 de marzo de 1960, Mandela
creó el brazo militar del ANC, que adoptó el nombre de Lanza de la
Nación (Umkhonto we Sizwe) y lanzó una ofensiva contra el gobierno
racista de Pretoria, asumiendo “las inevitables bajas que se
producirán en el calor de la batalla”. En Sharpeville, la policía
disparó contra los manifestantes. Murieron 69 personas, incluidos
mujeres y niños. Otras 180 resultaron heridas, muchas de gravedad.
El ANC respondió con una campaña de atentados con coches bomba. El
21 de mayo de 1987 estallaron dos bombas en la fachada trasera del
Tribunal de Justicia de Johannesburgo. Murieron tres policías, otros
cuatro quedaron malheridos y seis transeúntes sufrieron en sus
carnes el impacto de la metralla. Las bombas apenas consiguieron su
objetivo, pues la explosión había sido programada para el mediodía,
cuando los funcionarios del Tribunal de Justicia salían masivamente
al exterior para el almuerzo. El ANC, que reivindicó el atentado,
eligió la fecha con premeditación, pues se cumplía el cuarto
aniversario de otro atentado en Pretoria que mató a 19 personas e
hirió a 239. Solo en 1987, el ANC llevó a cabo 25 atentados con
coche bomba. El ANC colocó bombas en comisarías, cuarteles, bancos,
edificios de la Administración, una central nuclear e incluso unos
grandes almacenes. No sólo eliminó a policías, militares,
políticos, jueces y empleados públicos. También acabó con los
chivatos que informaban a las autoridades, a veces con el terrible
necklacing, que consiste en colocar un neumático alrededor del
cuello y prenderle fuego. La lucha contra el apartheid costó unas
18.000 vidas en casi medio siglo de manifestaciones, atentados y
represión policial. Se calcula que entre 1960 y 1990, 200.000
personas fueron torturadas por la policía y el ejército. Muchas
murieron durante los interrogatorios, como es el caso de Steve Biko,
líder carismático que no logró sobrevivir a una brutal paliza en
la tristemente famosa sala 619 de Port Elizabeth. Su vida se
extinguió mientras le trasladaban a Pretoria en un Land Rover,
desnudo y horriblemente desfigurado.
DISCURSO
DE MANDELA ANTE EL TRIBUNAL SUPREMO DE PRETORIA
En
el famoso alegato del 20 de abril de 1964 ante el Tribunal Supremo de
Pretoria, Nelson Mandela afirmó: “No niego que planeé sabotajes.
[…] No lo hice movido por la imprudencia ni porque sienta ningún
amor por la violencia. Lo planeé como consecuencia de una evaluación
tranquila y racional de la situación política a la que se había
llegado tras muchos años de tiranía, explotación y opresión de mi
pueblo por parte de los blancos. Admito de inmediato que yo fui una
de las personas que ayudó a crear Umkhonto we Sizwe [brazo armado
del Congreso Nacional Africano]. […] Yo y las demás personas que
fundaron la organización pensamos que sin violencia no se abriría
ninguna vía para que el pueblo africano pudiera vencer en su lucha
contra el principio de la supremacía blanca. Todas las formas
legales de expresar la oposición a este principio habían sido
proscritas por ley y nos veíamos en una situación en la que
teníamos que elegir entre aceptar un estado permanente de
inferioridad o desafiar al Gobierno. Optamos por desafiar la ley.
Primero infringimos la ley de un modo que eludía todo recurso a la
violencia; cuando se legisló contra esta vía, y a continuación el
Gobierno recurrió a una demostración de fuerza para aplastar la
oposición a sus políticas, solo entonces decidimos responder a la
violencia con violencia. […] El Gobierno había decidido gobernar
exclusivamente por la fuerza y esta decisión marcó un punto de
inflexión en el camino hacia Umkhonto. ¿Qué debíamos hacer
nosotros, los líderes de nuestro pueblo? No teníamos la menor duda
de que teníamos que proseguir la lucha. Cualquier otra decisión
habría sido una vil rendición. Nuestra duda no era si debíamos
luchar, sino la manera de continuar la lucha. Los miembros del ANC
siempre hemos defendido una democracia no racista y nos alejábamos
de cualquier acción que pudiese distanciar aún más las razas. Pero
la dura realidad era que lo único que había conseguido el pueblo
africano tras 50 años de no violencia era una legislación cada vez
más represiva y unos derechos cada vez más mermados. Por entonces,
la violencia ya se había convertido, de hecho, en un elemento
característico de la escena política sudafricana. […] Cada
altercado apuntaba a la inevitable intensificación entre los
africanos de la creencia de que la violencia era la única salida;
mostraba que un Gobierno que emplea la fuerza para imponer su dominio
enseña a los oprimidos a usar la fuerza para oponerse a él. Llegué
a la conclusión de que, puesto que la violencia en este país era
inevitable, sería poco realista seguir predicando la paz y la no
violencia. No me fue fácil llegar a esta conclusión. Solo cuando
todo lo demás había fracasado, cuando todas las vías de protesta
pacífica se nos habían cerrado, tomamos la decisión de recurrir a
formas violentas de lucha política. Lo único que puedo decir es que
me sentía moralmente obligado a hacer lo que hice. […] Empecé a
estudiar el arte de la guerra y la revolución y, mientras estaba en
el extranjero, realicé un curso de entrenamiento militar. Si iba a
haber una guerra de guerrillas, quería ser capaz de apoyar a mi
pueblo y combatir junto a él, y de compartir los peligros de la
guerra con ellos”.
En
su alegato, Mandela se distancia de los comunistas, pero agradece su
solidaridad con el pueblo africano: “El nacionalismo africano que
defiende el ANC es el concepto de libertad y plenitud para el pueblo
africano en su propia tierra. El documento político más importante
que ha adoptado el ANC en toda su historia es la Carta de la
libertad. No es en ningún modo un plan para un Estado socialista.
Exige la redistribución, pero no la nacionalización de la tierra;
contempla la nacionalización de las minas, los bancos y los sectores
monopolistas, porque los grandes monopolios están en manos de una de
las razas solamente y, sin esa nacionalización, la dominación
racial se perpetuaría aunque se repartiese el poder político.
Conforme a la Carta de la libertad, la nacionalización se llevaría
a cabo en el contexto de una economía basada en la empresa privada.
[…] Es más, durante muchas décadas los comunistas fueron el único
grupo político en Sudáfrica dispuesto a tratar a los africanos como
seres humanos y como sus iguales; el único que estaba dispuesto a
comer con nosotros; a hablar con nosotros, a vivir con nosotros y a
trabajar con nosotros. Eran el único grupo que estaba dispuesto a
trabajar con los africanos para lograr derechos políticos y ocupar
un lugar en la sociedad. Debido a esto, hay muchos africanos que, hoy
en día, tienden a equiparar la libertad con el comunismo. Esta
opinión está respaldada por un poder legislativo que tacha de
comunistas a todos los exponentes de un Gobierno democrático y de la
libertad africana y proscribe a muchos de ellos (que no son
comunistas) en virtud de la Ley de Supresión del Comunismo. Aunque
nunca he sido miembro del Partido Comunista, he sido encarcelado
conforme a esa ley. Siempre me he considerado, en primer lugar, un
patriota africano. Hoy día me siento atraído por la idea de una
sociedad sin clases, y es una atracción que proviene en parte de las
lecturas marxistas y, en parte, de mi admiración por la estructura
de las primeras sociedades africanas. La tierra pertenecía a la
tribu. No había ricos ni pobres y no había explotación. Todos
aceptamos la necesidad de que exista una cierta forma de socialismo
para permitir que nuestro pueblo alcance a los países avanzados de
este mundo y supere su legado de extrema pobreza. Pero esto no
significa que seamos marxistas”. A pesar de estas palabras, Nelson
Mandela había escrito en 1961 un breve texto titulado Cómo ser un
buen comunista, donde afirmaba: “La del comunismo es la mayor causa
en la historia de la humanidad. Gracias al genio de Marx, Lenin y
Stalin, un mundo comunista está a nuestro alcance, en el que no
habrá explotadores y explotados, opresores y oprimidos, ricos y
pobres. El movimiento comunista todavía se enfrenta a poderosos
enemigos, que han de ser aplastados y eliminados de la faz de la
tierra, antes de que podamos lograr un mundo comunista. Sin una lucha
dura, amarga y larga contra el capitalismo y la explotación, no
puede haber un mundo comunista”.
Mandela
era consciente de que el fin del apartheid sería inútil sin una
política eficaz contra la desigualdad y la pobreza. Por eso,
sostiene en su alegato: “Sudáfrica es el país más rico de
África, y podría ser uno de los países más ricos del mundo. Pero
es una tierra de extraordinarios contrastes. Los blancos disfrutan
del que posiblemente sea el nivel de vida más alto del mundo,
mientras que los africanos viven en la pobreza y la miseria. La
pobreza lleva aparejada la desnutrición y la enfermedad. La
tuberculosis, la pelagra y el escorbuto provocan la muerte y la
destrucción de la salud. […] La falta de dignidad humana
experimentada por los africanos es una consecuencia directa de la
política de la supremacía blanca. La supremacía blanca implica la
inferioridad de los negros. La legislación diseñada para mantener
la supremacía de los blancos refuerza esta idea. Las labores de baja
categoría son siempre realizadas por africanos. […] Los niños
deambulan por las calles porque no tienen escuelas a las que ir, ni
dinero para poder ir, ni padres en casa para ver que van, porque
ambos progenitores (si es que hay dos) tienen que trabajar para
mantener viva a la familia. Esto conduce a una ruptura de las normas
morales, a un incremento alarmante de la ilegitimidad y a la
violencia, que surge no solo en el ámbito político, sino en todas
partes. La vida en los municipios segregados es peligrosa. No hay un
día en el que no apuñalen o ataquen a alguien. Y la violencia se
traslada fuera de los barrios segregados [hasta] las zonas donde
viven los blancos. La gente tiene miedo de andar por las calles
cuando anochece. Los allanamientos de morada y los robos están
aumentando, a pesar del hecho de que ahora se puede imponer la pena
de muerte por estos delitos. Las penas de muerte no pueden curar el
resentimiento enconado”.
Mandela
finaliza su alegato, exponiendo los fundamentos de su proyecto
político y aceptando las consecuencias de su compromiso con la
emancipación de su pueblo: “Por encima de todo, queremos los
mismos derechos políticos, porque sin ellos nuestras desventajas
serán permanentes. Sé que esto les parece revolucionario a los
blancos de este país porque la mayoría de los votantes serán
africanos. Esto hace que el hombre blanco tema a la democracia. Pero
no se puede permitir que este temor se interponga en el camino de la
única solución que garantizará la armonía racial y la libertad
para todos. No es cierto que la concesión del derecho al voto a todo
el mundo provocará una dominación racial. La división política,
basada en el color, es totalmente artificial y, cuando desaparezca,
también lo hará el dominio de un grupo de color sobre otro. El ANC
se ha pasado medio siglo luchando contra el racismo. Cuando triunfe,
no cambiará esa política. Esto, por tanto, es contra lo que lucha
el ANC. Su lucha es una auténtica lucha nacional. Es una lucha de
los africanos, movidos por su propio sufrimiento y su propia
experiencia. Es una lucha por el derecho a vivir. Durante toda mi
vida me he dedicado a esta lucha de los africanos. He luchado contra
la dominación de los blancos, y he luchado contra la dominación de
los negros. He anhelado el ideal de una sociedad libre y democrática
en la que todas las personas vivan juntas en armonía y con igualdad
de oportunidades. Es un ideal por el que espero vivir y que espero
lograr. Pero si es necesario, es un ideal por el que estoy dispuesto
a morir”.
EL
PRECIO DEL PRAGAMATISMO
En
Robben Island, Mandela sufrió unas durísimas condiciones de
encarcelamiento: trabajos forzados en una cantera de cal doce horas
al día, una esterilla en el suelo y una áspera manta como único
lecho, una carta y una visita cada seis meses, una ración de comida
inferior a las de los presos de otras etnias. Nunca condenó los
atentados que cometió el ANC durante sus años de confinamiento ni
después, pues estimó que eran el precio necesario para conseguir la
liberación de su pueblo. En 1985, el Presidente Botha le ofrece la
excarcelación, si renuncia públicamente a la lucha armada. Mandela
responde que “un hombre privado de libertad no puede negociar ni
aceptar tratos”, particularmente cuando su pueblo soporta un
régimen de terror, con torturas, desapariciones forzosas,
ejecuciones y una odiosa segregación racial. Cuando abandonó la
prisión en 1990, Nelson Mandela levantó el puño antes las cámaras
y declaró: “Aún existen razones para la lucha armada en
Sudáfrica”.
Se
ha hablado mucho de los acuerdos secretos entre Nelson Mandela, el
gobierno racista de Pretoria, Gran Bretaña y Estados Unidos. Lo
cierto es que, lejos de sus simpatías iniciales por el comunismo,
Madiba se limitó a aplicar la política neoliberal imperante.
Actualmente, Sudáfrica es uno de los países más desiguales del
planeta, donde el 20% más rico –mayoritariamente blanco- acumula
el 80% de la riqueza. Sólo el 3% de las tierras cultivables están
en manos de agricultores negros. Los blancos conservan la propiedad
del 97% restante, si bien hay blancos pobres, peones de origen
holandés (afrikaanders), que viven en miserables campamentos sin
agua ni electricidad. Los trabajadores negros ganan seis veces menos
que los blancos. En torno al 23% de los hogares carecen de agua y
electricidad. Uno de cada cinco adultos está infectado de SIDA, la
mitad de los jóvenes carecen de empleo y se produce una violación
cada 26 segundos. Según un reportaje realizado el 31 de marzo de
2011: “Las estadísticas en Sudáfrica sobre violencia contra
mujeres y niños marean por su magnitud: se habla de una mujer
violada cada 26 segundos, una mujer asesinada cada seis horas, seis
veces más que la media global. Aún así, nadie tiene claras las
estadísticas. Lo que sí es evidente es que desde el final del
apartheid, en 1994, las agresiones sexuales denunciadas se han
disparado hasta revelar una epidemia. En 1994, se denunciaron a la
policía 44.571 violaciones. En 2006, la figura llegó a 53.000. Las
últimas figuras facilitadas por la policía, -criticadas porque bajo
el epígrafe de “delitos sexuales” se mezclan agresiones sexuales
y, por ejemplo, desmantelamientos de burdeles-,ascienden a 68.000”
(Lali Cambra, El País, Blog Mujeres). En cuanto a la violencia
asociada a la delincuencia común, que tanto preocupaba a Nelson
Mandela, cada año mueren cerca de 25.000 personas, lo cual significa
una media de unos 70 asesinatos diarios. Es decir, un caso cada 20
minutos. Una pequeña minoría negra se ha aliado a la gran burguesía
blanca y no duda en recurrir a la violencia para reprimir a los
trabajadores descontentos, como sucedió en Marikana, cuando 34
mineros murieron bajo las balas de la policía. Sería injusto
responsabilizar a Madiba de este crimen, pero al contribuir a crear
(o mantener) unas estructuras económicas que no promovían la
igualdad ni la redistribución de la riqueza, preparó un escenario
que sólo invita al desánimo y la desesperanza, facilitando los
abusos de las autoridades y las explosiones de rabia e impotencia de
los más débiles y desfavorecidos. De hecho, la corrupción crece
imparable, las desigualdades se acentúan, la represión policial
continúa y la violencia callejera experimenta una espiral
incontenible.
“MEJOR
DAR UN PASO CON EL PUEBLO QUE DIEZ SIN EL PUEBLO”

¿Qué
pasó con Nelson Mandela? Era un admirador de la Revolución cubana y
ahora es elogiado por la prensa conservadora, Wall Street le dedica
un minuto de silencio y los jefes de Estado de los países más
influyentes y poderosos honran su memoria. Es particularmente
indignante que Mariano Rajoy, presidente de España, manifieste que
“Mandela hizo de la concordia la fuerza de su mandato”, después
de ordenar la instalación de cuchillas en las vallas fronterizas de
Ceuta y Melilla. No es menos desolador escuchar a Barack Obama,
presidente de Estados Unidos, declarando “no puedo imaginar mi vida
sin el ejemplo de Mandela”, cuando su mandato se ha caracterizado
por los asesinatos selectivos con aviones no tripulados (drones) y ha
incumplido su promesa electoral de cerrar la inhumana e ilegal
prisión de Guantánamo, donde la tortura física y psíquica son
pura rutina. Todo esto me recuerda el circo organizado con Teresa de
Calcuta, con la diferencia de que la monja de origen albanés no hizo
nada verdaderamente meritorio, pues como denunció Christopher
Hitchens su obra está llena de sombras y posibles fraudes. Mandela
nunca habría afirmado que “el sufrimiento de los pobres es muy
hermoso”. Sin embargo, coincide con ella en concitar el aplauso de
los ricos y poderosos, que le han convertido en un santo laico. Es
cierto que Mandela dignificó la lucha de los pueblos africanos y
prefirió la prisión a la rendición, pero cuando se hizo con el
poder renunció a cualquier pretensión revolucionaria. ¿No pudo
hacer otra cosa? Si es así, ¿no dilapidó sus 27 años de
confinamiento y su enorme prestigio entre sus partidarios? No puedo
evitar sentir más aprecio por Thomas Sankara, presidente de Burkina
Faso (“el país de los hombres íntegros”) entre 1983 y 1987 y
auténtico revolucionario.
Sankara
nacionalizó los recursos naturales, se negó a pagar la “deuda
odiosa” al FMI y el Banco Mundial, acabó con el latifundismo,
distribuyendo la tierra entre los campesinos; luchó contra el hambre
con un notable incremento de la producción agraria (la producción
de trigo aumentó en tan sólo tres años de 1.700 kg por hectárea a
3.800, logrando la autosuficiencia alimentaria); promovió la
educación y la sanidad públicas con grandes partidas
presupuestarias; construyó carreteras y ferrocarriles al tiempo que
plantaba millones de árboles para frenar la desertificación;
defendió los derechos de las mujeres, incorporándolas a puestos de
responsabilidad en el gobierno y el ejército, y prohibiendo la
mutilación genital femenina, los matrimonios forzosos y la
poligamia; advirtió repetidas veces sobre los riesgos de la
penetración neocolonialista a través del comercio y las finanzas e
incitó a los países africanos a no pagar su deuda externa. Austero
y enemigo del culto a la personalidad, vendió la flota de
Mercedes-Benz del gobierno y convirtió el Renault 5 en el coche
oficial de los ministros. Se negó a instalar aire acondicionado en
su despacho por considerarlo un lujo injustificable y se bajó el
sueldo a 450 dólares. Su patrimonio personal se limitaba a un
automóvil, cuatro bicicletas, tres guitarras, un frigorífico
convencional, un congelador roto y una modesta casa familiar. El 15
de octubre de 1987 fue asesinado con doce oficiales. Blaise Compaoré,
su antiguo colaborador y sucesor, actuó bajo el asesoramiento de la
CIA y con el visto bueno de Francia. El cuerpo de Sankara fue
descuartizado y enterrado en un lugar desconocido. De inmediato, se
revocaron las nacionalizaciones y se acató las directrices del FMI y
las grandes multinacionales. Sankara nos dejó varias frases
memorables: “Mejor dar un paso con el pueblo que diez sin el
pueblo”, “El objetivo de la revolución es que el pueblo ejerza
el poder”. Me temo que otros líderes africanos -como Amílcar
Cabral o Patrice Lumumba, también asesinados- se mantuvieron fieles
a estas consignas, pero no Nelson Mandela, que acabó paseando en
carroza con la reina de Inglaterra.